martes, 4 de septiembre de 2018

Frutos de seguir a Cristo



Una de las cosas más chéveres que he descubierto cuando decidí seguir a Cristo es que este camino no se queda en teoría, sino que se vive la práctica de la fe de una manera tan vívida que es inevitable tomarla como prueba irrefutable de quien vive en nosotros. Así es, Cristo habita en nosotros, como bien lo decía San Pablo: "Yo estoy crucificado con Cristo y ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí”[1].  Pero para que Cristo habite en nosotros es necesario vivir en la gracia y amor de Dios, pues Él no habita en el pecado. 

¿Pero qué es la gracia? Es un don de Dios sobrenatural e interior, que se nos concede por los méritos de Jesucristo para nuestra salvación, pues para el hombre herido por el pecado no es fácil guardar el equilibrio moral[2]. Todo lo anterior se puede resumir en decir que tenemos tendencia a hacer las cosas mal y es por ello que debe venir Dios en nuestro auxilio, eso sí, si lo queremos.

Cuando aceptamos esa ayuda divina, es cuando digo que se pasa de la teoría a la práctica, porque es inevitable sentir esa fuerza que te asiste para luchar contra esos pecados que te esclavizan. Esa fuerza tiene nombre propio: El Espíritu Santo. Te aseguro, por experiencia propia, que si dejas habitar en ti al Espíritu Santo, no solo dejarás atrás los vicios y pecados más enraizados, sino que cada día irá moldeando en ti una mejor persona, a imitación de Cristo. Las perfecciones recibidas es lo que se conoce en la tradición católica como los frutos de Espíritu Santo, que según el catecismo, son primicias de la gloria eterna [3], es decir, del cielo.

Se habla mucho de los dones, pero poco de los frutos de Espíritu Santo, por eso traigo este extracto del recomendadísimo libro La fe Explicada de Leo J. Trese [4] para ahondar un poco en cada uno de ellos:

"Muchos de los catecismos que conozco dan la lista de los <doce frutos del Espíritu Santo> —caridad, gozo, paciencia, benignidad, bondad, longanimidad, mansedumbre, fe, modestia, continencia y castidad—. Pero hasta ahora y según mi experiencia, rara vez se les da más atención que una mención de pasada en las clases de instrucción religiosa…

resulta ilógico hablar de la gracia santificante, de las virtudes y dones que la acompañan, y no hacer más que una mención casual a los resultados, que son, precisamente, los frutos del Espíritu Santo: frutos exteriores de la vida interior, producto externo de la inhabitación del Espíritu.

Utilizando otra figura, podríamos decir que los doce frutos son las pinceladas anchas que perfilan el retrato del cristiano auténtico. Quizá lo más sencillo sea ver cómo es ese retrato, cómo es la persona que vive habitualmente en gracia santificante y trata con perseverancia de subordinar su ser a la acción de la gracia.

Antes que nada, esa persona es generosa. Ve a Cristo en su prójimo, e invariablemente lo trata con consideración está siempre dispuesto a ayudarle, aunque sea a costa de inconveniencias y molestias. Es la caridad.

Luego, es una persona alegre y optimista. Parece como si irradiara un resplandor interior que le hace ser notado en cualquier reunión. Cuando está presente, parece como si el sol brillara con un poco más de luz, la gente sonríe con más facilidad, habla con mayor delicadeza. Es el gozo.

Es una persona serena y tranquila. Los psicólogos dirían de él que tiene una personalidad equilibrada . Su frente podrá fruncirse con preocupación, pero nunca por el agobio o la angustia. Es un tipo ecuánime, la persona idónea a quien se acude en casos de emergencia. Es la paz.

No se aíra fácilmente; no guarda rencor por las ofensas ni se perturba o descorazona cuando las cosas le van mal o la gente se porta mezquinamente. Podrá fracasar seis veces, y recomenzará la séptima, sin rechinar los dientes ni culpar a su mala suerte. Es la paciencia.

Es una persona amable. La gente acude a él en sus problemas, y hallan en él el confidente sinceramente interesado, saliendo aliviados por el simple hecho de haber conversado con él; tiene una consideración especial por los niños y ancianos, por los afligidos y atribulados. Es la benignidad.
Defiende con firmeza la verdad y el derecho, aunque todos le dejen solo. No está pagado de sí mismo, ni juzga a los demás; es tardo en criticar y más aún en condenar; conlleva la ignorancia y debilidades de los demás, pero jamás compromete sus convicciones, jamás contemporiza con el mal. En su vida interior es invariablemente generoso con Dios, sin buscar la postura más cómoda. Es la bondad.

No se subleva ante el infortunio y el fracaso, ante la enfermedad y el dolor. Desconoce la autocompasión: al­zará los ojos al cielo llenos de lágrimas, pero nunca de rebelión. Es la longanimidad.

Es delicado y está lleno de recursos. Se entrega totalmente a cualquier tarea que le venga, pero sin sombra de la agresividad del ambicioso. Nunca trata de dominar a los demás. Sabe razonar con persuasión, pero jamás llega a la disputa. Es la mansedumbre.

Se siente orgulloso de ser miembro del Cuerpo Místico de Cristo, aunque no pretende coaccionar a los demás y hacerles tragar su religión, pero tampoco siente respetos humanos por sus convicciones. No oculta su piedad y defiende la verdad con prontitud cuando es atacada en su presencia; la religión es para él lo más importante de la vida.  Es la fe.

Su amor a Jesucristo le hace estremecer ante la idea de actuar de cómplice del diablo, de ser ocasión de pecado para otro. En su comportamiento, vestido y lenguaje hay una decencia que le hacen —a él o ella— fortalecer la virtud de los demás, jamás debilitarla. Es la modestia.

Es una persona moderada, con las pasiones firmemente controladas por la razón y la gracia. No está un día en la cumbre de la exaltación y, al siguiente, en abismo de depresión. Ya coma o beba, trabaje o se divierta, en todo muestra un dominio admirable de sí... Es la continencia.

Siente una gran reverencia por la facultad de procrear que Dios le ha dado, una santa reverencia ante el hecho que Dios quiera compartir su poder creador con los hombres. Ve el sexo como algo precioso y sagrado, un vínculo de unión, sólo para ser usado dentro del ámbito matrimonial y para los fines establecidos por Dios; nun­ca como diversión o como fuente de placer egoísta. Es la castidad.

Y ya tenemos el retrato del hombre o mujer cristianos: caridad, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, longanimidad, mansedumbre, fe, modestia, continencia y castidad. Podemos contrastar nuestro perfil con el retrato y ver dónde nos separamos de él."

¡Dios les bendiga!


[1] Gálatas 2,20.
[2] Numeral 1811. Catecismo de la Iglesia Católica. 
[3] Numeral 1832. Catecismo de la Iglesia Católica. 
[4] La fe explicada, Leo J. Trese, 28° edición, pág. 155-158.




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