sábado, 10 de febrero de 2018

¿La muerte de Cristo nos salva del pecado?



"Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños." - Mt 11,25.

Como escéptico que fui, entiendo perfectamente que mi anterior entrada sobre las razones para creer en Dios siempre encontrará resistencia en un mundo cada vez más secularizado y materialista. Por ello, no me siento motivado a contar mis experiencias desde el punto de vista espiritual - que fueron las que verdaderamente me han convencido de la existencia de Dios - pues si se desconoce la evidencia en el mundo material, cuando menos el pobre testimonio de este desconocido cristiano.

Antes de desarrollar el tema de esta entrada, quiero aclarar que no soy teólogo ni llevo un largo camino de devoción católica, pero si soy una persona ávida de respuestas y me he dedicado a investigar y formarme a lo largo de los dos últimos años. Tengo el mejor maestro, no en vano hace poco leí: "Dios no elige a los capacitados, capacita a los elegidos." 

Soy un enamorado del Santo Rosario y una madrugada de tormentosa batalla espiritual, me dispuse a meditar los misterios dolorosos: la oración de Jesús en el huerto, la flagelación, la corona de espinas, el camino hasta el Calvario y la crucifixión. Una fuerte tentación llegó de la nada: ¿Cómo un Dios todopoderoso y sobre todo, amoroso, permitía semejante tortura con Jesús?, más aún, ¿qué es eso de la redención?, ¿Cómo así que Jesús murió por nuestros pecados? ¡Que vaina más loca!

Las respuestas a esos interrogantes las recibí de inmediato, sin embargo, esta experiencia fue motivo para querer ahondar un poco más en el misterio de la redención. Acá quiero tratar de resumir un poco lo que encontré.

Antes que nada, todos de alguna manera sabemos que en el universo material hay un orden natural y un equilibrio de las cosas, lo mismo pasa a nivel espiritual, y en términos del pecado, el mismo deriva una culpa y una pena. Por poner un ejemplo, si un niño quiebra la ventana de su vecina con un balón, es culpable de haber quebrado el vidrio (culpa) y la consecuencia de ello es la ventana rota (pena). La vecina le puede perdonar su culpa, pero de alguna manera se deberá reparar la ventana que se rompió.

Todas nuestras faltas derivan una culpa que puede ser perdonada por Dios, pero la consecuencia de la falta debemos repararla nosotros aquí en la tierra o en el purgatorio.

Entendido esto, para tratar de comprender la redención, debemos remitirnos al comienzo mismo de la humanidad, según lo que nos transmite la Sagrada Biblia en el libro del Génesis y de esta forma evidenciar la gravedad del llamado pecado original.

Muchos nos imaginamos a un Adán y Eva (acá puede caber la discusión de si estos nombres son solo prefiguraciones del comienzo de la humanidad) como un par de cavernícolas atrasados, pero esa no es la realidad. Dios los creó a su imagen y semejanza y los dotó de dones naturales, preternaturales y sobrenaturales.

Los dones sobrenaturales eran un regalo de Dios que no nos correspondía. Mediante la Gracia Santificante teníamos en nuestra alma la presencia viva de Dios. Así mismo, teníamos los dones del Espíritu Santo: sabiduría, entendimiento, consejo, ciencia, piedad, fortaleza y temor de Dios. Y por si fuera poco, mediante las Virtudes Infusas, Dios infunde en la inteligencia y en la voluntad del hombre el poder ordenar sus acciones a Dios mismo y con los demás, es decir, teníamos un perfecto relacionamiento con Dios y con los hombres.

Los dones preternaturales son aquellos que no nos corresponden por naturaleza, que son propios de otras criaturas (los ángeles) pero que Dios nos concedió por su gracia. Por estos dones, el hombre no conocía la muerte ni el sufrimiento, además, ¡no teníamos que estudiar! podíamos saber cualquier cosa sólo con interrogarlo en nuestra mente, pues mediante la ciencia infusa, todo el conocimiento del universo estaba a nuestra disposición. Finalmente, mediante el don de la integridad, teníamos pleno dominio sobre nuestro entendimiento y voluntad y no éramos esclavos de nuestros pensamientos y bajas pasiones.

Los dones naturales son los que nos corresponden por nuestra propia naturaleza de hombres, ellos se dividen en facultades superiores e inferiores. Los superiores son el entendimiento y voluntad, y los inferiores son nuestras emociones, pasiones y sentimientos. Todos ellos, antes del pecado original, permanecían equilibrados y las "bajas pasiones" no nos dominaban.

Resumiendo: el modelo original del hombre era un ser que tenía comunicación directa con Dios, total control sobre la creación, inteligencia, integridad y pleno conocimiento de toda la ciencia y el universo. Si nos detenemos un momento en este punto, podemos ver en esta descripción al único modelo de hombre verdadero que hemos conocido: Jesucristo. Dios, desde la eternidad, pensó en Jesucristo como imagen del hombre. ¿Ahora encontramos sentido cuando se nos dice que Dios nos creó a su imagen y semejanza?

Dios no necesitaba al hombre para nada, por eso la única razón para crearnos es por amor, para participar de su eterna felicidad en el cielo. Nuestros primeros padres, Adán y Eva fueron constituidos en un estado “de santidad y de justicia original”. Esta gracia de la santidad original era una “participación de la vida divina” Catecismo #375. Dios creó al hombre a su imagen y lo estableció en su amistad (comunión con Dios). El hombre no puede vivir esta amistad más que en la forma de libre sumisión a Dios, y como prueba de dicha sumisión, le prohíbe comer del árbol del conocimiento del bien y del mal. Catecismo #396. 


Adán y Eva tenían pleno conocimiento de quién era Dios y de lo que les había otorgado, y aún así, le fallaron, por eso su pecado fue terriblemente grave, pues, tentados por el diablo, dejaron morir en su corazón la confianza en Dios. El pecado original derivó: 

  • Desconfianza 
  • Abuso de la libertad 
  • Desobediencia 
  • El hombre se prefirió a sí mismo en lugar de Dios 
  • Desprecio a Dios 

Dios, que había prometido la muerte a Adán y Eva si comían del árbol prohibido, cumplió su promesa y nos privó de los dones sobrenaturales, perdimos los dones preternaturales y se hirieron nuestros dones naturales, perdiendo la armonía entre las facultades inferiores y superiores. 



Al principio hablé de que todo pecado (por principio de orden universal si se quiere) conlleva una culpa y una pena. Ahora evaluemos el tamaño de la culpa y consecuente pena del pecado de Adán y Eva.



Todos sabemos que las faltas que cometemos son más o menos graves de acuerdo a la dignidad de la persona a la cual se le comete. No es lo mismo que le lance un tomate a mi mejor amigo - que a lo sumo me traerá como consecuencia un ojo morado - , a que ese tomate se lo lance al presidente de Estados Unidos. 


Una falta a un ser infinitamente superior a nosotros, como es Dios, representa una falta de un carácter infinito, la cual es imposible resarcir por nuestros medios. 

Pero a pesar de nuestra grave falta, Dios también nos prometió su salvación. Todo el Antiguo Testamento se trata del plan de salvación del hombre, consistente en la preparación de la llegada de Jesucristo. Para ello Dios escogió al pueblo de Israel e hizo pactos con los hombres, pero estos, por su inclinación al mal derivada del pecado original, siempre los rompían (todos tenemos alguna inclinación a algún tipo de pecado). 

Según San Pablo en su carta a los Romanos (6,23), la paga del pecado es la muerte, pero Dios, en su infinita misericordia, permitía a Israel expiar los pecados no con la muerte de hombres sino con la de animales. Por ello dictó a Moisés que se hicieran sacrificios y los sacerdotes vertieran la sangre de los animales sobre el propiciatorio del Arca de la Alianza, allí, en medio de los dos querubines, estaba la presencia de Dios. El arca de la Alianza estaba dentro de la tienda del encuentro en un lugar llamado el Santísimo. A este sitio solo podían ingresar los sacerdotes que ya se habían purificado con la sangre de los animales. 

El lugar santísimo estaba separado del lugar santo por un velo, y nadie podía cruzarlo, pues morían ante la presencia viva de Dios. Solo podían entrar allí una vez al año los sacerdotes elegidos por Dios. 

Aquí es importante recordar que este pueblo era primitivo, y sus vecinos adoraban muchos dioses. Dios mismo les reveló que solo hay un Dios y les ordenaba sacrificar esos animales que los otros pueblos adoraban para confirmar que no eran divinos. Ellos adoraban becerros, carneros, corderos. Uno de los animales más valiosos para el sacrificio era el cordero macho, sin ningún defecto y virgen. 

Con el tiempo, Israel construyó el templo en Jerusalén para reemplazar la tienda del encuentro y los sacrificios se convirtieron en rutina de reparación, pues el pueblo no cambiaba. Por eso Dios les dice a través de un profeta: “Misericordia quiero y no sacrificios.” 

La sangre de los sacrificios realmente no reparaban absolutamente nada, es por eso que Dios tuvo que enviar a su propio hijo para poder purificar a la humanidad del pecado. Recordemos que el pecado original implicó un pecado de carácter infinito que solo podía ser expiado por un sacrificio de valor infinito, este es el sacrificio de Jesús en la cruz. 

Jesús muere un viernes a las 3 p.m. en medio de la preparación de la pascua judía. A esa misma hora, los judíos realizaban los sacrificios de los corderos para derramar su sangre en el templo (ya el arca de la alianza se había perdido). Por eso Juan el Bautista dijo acerca de Jesús: “Este es el cordero de Dios que quita los pecados del mundo.” 

El templo de aquella época se construyó sobre el monte Moriá, lugar que según la tradición, fue donde Abraham subió con Isaac para ofrecer el sacrificio pedido por Dios. Isaac cargaba la leña para el sacrificio en sus hombros, por eso se considera a Isaac una prefigura del sacrifico de Jesucristo. Dios le pidió al hombre sacrificar a su propio hijo y no lo permitió, pero Él mismo si lo hizo por amor al hombre. 

Hasta la muerte de Jesús, los únicos que podían entrar al lugar Santísimo del templo eran los sacerdotes, quienes eran atados a una cuerda y llevaban campanillas, pues si no estaban purificados, podían morir ante la presencia viva de Dios y nadie podía entrar a sacarlos a menos de que los halaran por la cuerda. 

Cuando Jesús muere en la cruz, el velo del templo que separaba al lugar Santo del lugar Santísimo se rompe, señal de que Dios ya nos ha perdonado y que no habrá nunca más una barrera entre Dios y los hombres. Ya Jesús nos había reconciliado. 

Tras la reconciliación, Jesús desciende a los estados inferiores o infiernos (seno de Abraham), donde los justos esperaban la entrada al cielo. Se abren las puertas del cielo, y se nos restaura la gracia santificante de la que habíamos sido privados. Los dones naturales permanecen heridos, pero Dios, mediante la gracia santificante, nos permite poder tener control sobre ellos. De igual forma, podemos por gracia especial, obtener alguno de los demás dones perdidos o privados, pero debemos procurar perfección para lograr alcanzarlos. Son ampliamente conocidos los dones particulares obtenidos por muchos santos, como por ejemplo el poder leer las conciencias, el don de la bilocación, el conocimiento profundo de misterios teológicos (habiendo sido analfabetas o poco ilustrados), la comunicación con Dios e incluso casos extraordinarios de levitación o vivir décadas sin alimentarse más que con la sagrada comunión.

Con la reconciliación ya no estamos condenados a la muerte eterna, que había sido la consecuencia del pecado de Adán y Eva, sino que se nos abre el cielo y tenemos la posibilidad de vivir allí eternamente de acuerdo al plan inicial que tenía Dios con la humanidad.

Pero la misión de Jesús no terminó con su muerte y resurrección, Él debía subir al Padre para oficiar como Sacerdote, Víctima y Altar. Por eso se dice que Jesús es Sumo y Eterno Sacerdote, pues está a la diestra del Padre oficiando una eterna Eucaristía para la reparación de nuestros pecados. 

Cada que vamos a misa, nos unimos al sacrificio de Cristo para nuestra propia santificación, pero eso no hubiese sido posible si Dios Padre, a través del sacrificio de su hijo, no nos hubiese devuelto la gracia santificante que perdimos con la caída de Adán y Eva. 

Por eso, la única forma de alcanzar la santidad es configurándonos con Cristo para que Él actúe en nosotros a través de la gracia que nos lleva a vivir la caridad perfecta. 

La redención de Cristo no significa que ya estamos salvados, cada uno debe poner su parte, Cristo pagó como cabeza de la Iglesia, pero nosotros tenemos que seguir reparando en unidad a Cristo. Si no unimos nuestra reparación a Cristo, nuestras buenas acciones no sirven de nada.

Este tema puede parecer un poco denso, pero realmente es bastante sencillo de comprender si nos situamos en el contexto histórico del pueblo de Israel. El siguiente video resume de buena manera el asunto de esta entrada. The Project Bible es un proyecto de la iglesia protestante, que tiene contenidos muy interesantes, sin embargo no debe dejar de mirarse con cuidado, puesto que transmiten algunos conceptos que se alejan de la doctrina y magisterio de la Iglesia Católica.


En este otro video se explica con más detalle el concepto de la redención o propiciación. Al final se habla de que se nos dió dos nuevos "rituales", en realidad Dios nos dejó siete sacramentos para que podamos caminar hacia la santidad y llegar al cielo.






Fuentes:

- Catecismo de la Iglesia Católica.
- La fe explicada. Leo J. Trese.

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