domingo, 24 de diciembre de 2017

Preparando el camino.



Había prometido hablar de mi encuentro con María, pero recapitulando, he pensado que es importante ahondar en varias cosas que pasaron antes de ello.

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A veces siento que Dios tiene un plan especial conmigo, pues no creo que sea coincidencia todo lo que ha pasado por mi vida a lo largo de estos últimos cinco años. El evento más importante, quizás, sea el hecho de haber emigrado, pues fue algo que yo nunca consideré seriamente y terminó sucediendo de la manera menos imaginada. Dios me sacó de mi "zona de confort" y me trajo a una isla donde solo tenía a mi esposa, a su familia y algunos amigos.

Este "aislamiento" permitió hacer un alto en esa carrera acelerada que llevaba en mi vida y me permitió el reencuentro con Dios que ya narré en la entrada anterior. Pero no solo fue el reencuentro, fue también la oportunidad de tener más tiempo para indagar y conocerlo mejor.

Después de ese retiro en mayo de 2015, no hubo un cambio trascendental en mi espiritualidad, pero si quedó una semilla plantada que se fue abonando con una serie de sucesos que ocurrieron, muy especialmente, en el año 2016. Recuerdo particularmente cómo tuve que viajar inesperadamente a San José de Costa Rica (en febrero de ese año) para asistir en sus últimas horas de vida a un tío que moría solitario en la sala de un hospital público. Mi tío había decidido (hace muchos años) emigrar de Colombia, en parte, huyendo a una vida de insatisfacciones. Pero no se puede huir de uno mismo, y las insatisfacciones las siguió encontrando allí. Vivió, pienso yo, de cara opuesta al Señor, peleado con Él. Pero Dios, que es misericordioso, le dio una tremenda oportunidad de enderezar el camino; y de paso, me enseñó a mi el valor de vivir en su amor.

Paradójicamente, mi tío trabajaba como conductor en una comunidad religiosa a la cual había sido recomendado por su hermana monja (mi tía). Y pese a que estuvo muy ligado a las "monjitas" por más de 16 años, se mantuvo bastante escéptico a la religión.

Los últimos años de su vida estuvo luchando contra un tremendo cáncer, al que él había creído vencer, pero que en enero de 2016 reapareció, llevándolo rápidamente a la muerte. En su lecho de agonía pedía afanosamente poder ver a algún miembro de su familia, pues ninguno vivía en Costa Rica. Debido a que se nos exige visa a los colombianos para entrar a ese país y ninguno en la familia la tenía (y no había oportunidad de sacarla rápidamente) se me pidió a mí que fuera, pues era el único que tenía visa americana y con ella me permitirían entrar.

El mensaje que nos enviaban las hermanas desde Costa Rica era contundente: el ya está agonizando, que viaje alguien urgente a ver si lo alcanzan a acompañar. Era una manera "diplomática" de decir: ya no hay tiempo. Providencialmente encontré unos tiquetes baratos y viaje de un día a otro con la más mínima esperanza de encontrarlo vivo. Solo le pedía a Dios que al menos me permitiera llegar y decirle: acá está tu familia acompañándote.

Llegué a Costa Rica un sábado en la mañana y las hermanas, muy amablemente, me hospedaron en su convento. Quise ir inmediatamente al hospital, pero ellas insistieron en que fuera después de almorzar. Me habían dicho que el viernes había estado muy mal y se temía por su muerte, pero que luego se estabilizó. Almorcé y emprendí el camino al hospital con una angustia tremenda, sólo le pedía a Dios que me diera la oportunidad de verle vivo.

El estaba en una sala de cuidados paliativos, cuando entré no pude evitar llorar. De aquel hombre robusto, alto y fuerte, quedaba un pobre hombre delgado y de un color amarillo mostaza que reflejaban su pésimo estado. Me dijo la enfermera que estaba sedado, y que no se había despertado. Que no me iba a responder.

Yo me aproximé a el, lo mas cerca a su cama, y le dije al oído: tío, aquí estoy en representación de tu familia, la que tanto te ama y te acompaña. Repentinamente abrió los ojos, me miraron con una expresión que jamás podré olvidar, mezcla de grata sorpresa y alegría profunda y gritó mi nombre. También levantó como pudo su torso y nos fundimos en un abrazo profundo que hizo olvidar por un momento las dolencias físicas y tristezas.

Aquel hombre fue un tío muy cercano, a quien todos queríamos mucho, por eso me dolía tanto verle así. De aquel hombre que supuestamente agonizaba el día anterior, Dios quiso regalarle un aliento más de vida y pudimos hablar ese sábado y hasta reírnos. El se sintió aliviado de que alguien de la familia pudiera viajar y le conté que ya mi madre había pedido la visa y que venía en camino (no alcanzó a llegar).

Abandoné la sala del hospital en la noche, cansado y con el corazón y alma arrugados. Un amigo de él se ofreció a cuidarlo en la noche y yo regresé al convento a intentar descansar. Su vida, hasta antes del cáncer, era una copia de la mía. Un tipo que decidió emigrar huyendo a las insatisfacciones y que se pasó la vida jugando a sus placeres sin fijarse un compromiso serio.¿Cuál iba a ser mi siguiente paso? quizás terminar solo, enfermo e infeliz en mi lecho de muerte.

No tendría por qué ser tan trágico, pero era mi realidad: no estaba siendo completamente feliz. Estaba harto de tantas cosas y quería tirarlo todo por la borda. Pensaba en el camino fácil que tanto había elegido mi tío: botar todo e iniciar de nuevo. En una sociedad que nos enseña que lo que se daña se bota y no se repara, aprendemos también que nada será suficiente para hacernos felices.

Este viaje a Costa Rica estuvo marcado por el amor y providencia de Dios, era innegable su ayuda. Desde las palabras de aliento de personas desconocidas que me encontraba en todos lados, hasta la facilidad para conseguir cualquier cosa material que iba siendo requerida en el camino.

Esta historia daría para escribir muchísimas líneas, pero quiero resumirla a un momento. El lunes 29 de febrero, luego de haber hecho algunos trámites, llegué al hospital después de medio día. Al llegar a la recepción, me encontré con que no me dejaban ingresar porque ya había alguien allí (no permitían dos visitantes al mismo tiempo). Tomé mi teléfono y angustiosamente trataba de indagar quien estaba allí, pues se suponía que solo iba a estar yo. Logré saber que era una de las monjitas que con tanto cariño se habían hecho cargo de el, pero que ella no había ido de visita, estaba allí porque debía llevar unos papeles al hospital. Cuando la llamé me dijo angustiada: tu tío está agonizando, sube rápido. Pero la seguridad no me dejaba entrar, pues era estricto el protocolo. En medio de mi caos mental noto que tenía en mi mano izquierda una tarjetica con un mensaje (no sé cómo llegó a mi mano) que decía:

"Señor Jesús, dame tu eterna paz, dame el don para esperar y ayúdame a confiar en ti, porque en mis fuerzas no puedo más. Tu eres mi sustento, tú mi creador y la última palabra la tienes Tú."

 Leer esto me llenó de confianza e insistí en que me dejaran entrar, ellos accedieron y efectivamente encontré a la monjita orando a su lado, acompañándolo en la agonía. Ella me dijo: llegas a tiempo, aún no quiere irse, dile que estás aquí y que ya se puede ir. El oído es lo último que pierden, háblale con confianza.

Tomé su mano y comencé a orar, a decirle que se fuera tranquilo, que no se atara a nada más y poco a poco, su respiración agitada, se fue calmando hasta un último aliento. La hermana, que había asistido a cientos de muertes en hospitales de la guerra civil en África, me confirmó su muerte. Luego llegaron los médicos y lo ratificaron.

En una conversación posterior, la monjita me dijo que el Señor le había dicho que ella iba a asistir la muerte de mi tío y que ella lo había estado evitando. Pero quiso Dios que estuviese ese día y esa hora, sin proponerselo, no solo para asistir a mi tío, sino a mí, que en otro caso me hubiese tocado afrontar ese momento solo. Fue una gran bendición, también supe por ella que mi tío había hecho una muy buena confesión y recibió los santos oleos. ¡Dios y su misericordia!

Dios me mostró, a través de esta experiencia, lo frágiles que somos. Pero también me mostró su poder e inmensa misericordia. A raíz de la muerte de mi tío, tuve que encargarme de su funeral y por  tanto, tuve que cancelar el vuelo de regreso que tenía programado, también quiso Dios que pudiera conseguir un retorno cómodo y muy barato en otra aerolínea. Él nunca me abandonó, siempre lo sentí a mi lado.

¡Dios les bendiga!


























1 comentario:

  1. Hasta el último momento de nuestra vida funciona el perdón. Aunque estemos alejados de Dios, El nos sigue a donde vamos buscando que notemos las señales de su presencia, y somos nosotros quienes elegimos verle.

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